Introducción
Juicios Contra Hidalgo
Tribunal de la Santa Inquisición

Sentencia a Hidalgo

Degradación
Ejecución
Exposición del Cadáver
Las Cabezas
Los Restos Mortales de los Héroes
 

La muerte

 
Juicios Contra Hidalgo

La junta o consejo de guerra se integró con el hijo del Comandante General, el coronel Manuel Salcedo, como presidente, y como vocales, con los tenientes coroneles Pedro Nicolás Terraza, José Joaquín Ugarte y Pedro Nolaco Carrasco; el capitán Simón Elías González y el teniente Pedro Armendáriz. Abella nombró secretario al soldado de la tercera compañía volante, Francisco Salcedo, y se aprestó a fungir como asesor el Licenciado Rafael Bracho, que lo era de la Comandancia de las Provincias Internas.

La causa de Hidalgo se había iniciado el día 7 de mayo, a los quince días de su arribo a Chihuahua. El juez comisionado don Ángel Abella, se trasladó ese día al ex colegio jesuita y teniendo en su presencia al reo, le tomó juramento y generales, iniciando enseguida el interrogatorio, que se prolongó a los días 8 y 9, a mañana y tarde.

Referidos por el Cura en contestación a cuarenta y tres preguntas, todos los hechos que conocemos, desarrollados durante su actuación revolucionaria, algunas de sus declaraciones entrañaron especial importancia.

A nadie culpó de sus actos; a nadie delató. Declaró haber creído siempre que la independencia sería útil y benéfica para su país, y que si nunca pensó en entrar en proyecto alguno para realizarla, decidiose a ello cuando Allende le aseguro que ya contaba con sobrados elementos. Confesó asimismo que colocado al frente de la revolución, había levantado ejércitos, fabricado armas y cañones, acuñado monedas, nombrado jefes y oficiales, dirigido manifiestos a la nación, y enviado a los Estados Unidos un agente diplomático, Ortiz de Letona, que según supo, murió antes de llegar a su destino.

Igual valor desplegó al ser interrogado acerca de los asesinatos cometidos en los españoles presos en Valladolid, Guadalajara y otros lugares.

Pero al tratar el juez de auscultarle su conciencia religiosa, cuando apelaron a sus sentimientos de sacerdotes, a las creencias en que había sido educado, entonces habló el hombre de esa dignidad, no el caudillo revolucionario; el ser imbuido en la ciega obediencia a las potestades de la tierra, declaradas de origen divino por la iglesia, y además quebrantado por los sufrimientos de la prisión; no el varón fuerte que acababa de conmover profundamente a un pueblo. Contestando al interrogatorio astutamente preparado, para declararlo al fin reo de alta traición, sedicioso, tumultuario, conspirador y mandante de robos y asesinatos, pero no heterodoxo ni apóstata, respondió que nada de cuanto había hecho se podía conciliar con la doctrina del Evangelio ni con su estado eclesiástico, y que la experiencia le hacia palpar que la proyectada independencia hubiera terminado por la anarquía o el despotismo, y que por tanto, quería “que a todos los americanos se les hiciera saber esta su declaración”, que era conforme a sus más íntimos sentimientos y a lo mucho que deseaba la felicidad de sus paisanos.

Una vez tomadas estas declaraciones, que llegaron a cuarenta y tres, el instructor Abella declaró cerrada la causa, pero “sin perjuicio de continuarla si fuere necesario”, según lo expresó en ella misma. La causa de Hidalgo era de mixto fuero y tenía que demorar más tiempo. El interrogatorio era minucioso, tendiente a sugerir al reo determinadas confesiones y a poner su conciencia en estado de aceptar toda la responsabilidad de la revolución.

Nueve días después de la última declaración, el 18 de mayo firmó Hidalgo un documento que, según se dijo, era una retractación de sus errores cometidos contra Dios y el Rey; en el que pedía perdón a los jefes de la Iglesia y a la Inquisición, y terminaba rogando a los insurgentes se apartaran del errado camino que seguían.

En 7 de junio recibió orden el licenciado Bracho de poner los originales de la causa de Hidalgo en manos del canónigo Fernández, y ese mismo día se presentaron en el Hospital Militar, el canónigo magisterial de la propia catedral de Durango, licenciado don José Ignacio Iturribarría, y el bachiller don Mariano Urrutia, cura del Real de Cusihuiriáchic y vicario de las misiones de Tarahumara, con objeto de que el reo “ratificará, amplificará y corregirá,“ en presencia de ellos, el Manifiesto.

Entraron a su celda; expusieron su misión; le entregaron de propia mano el escrito, y él lo leyó del principio al fin, expresando a continuación que todo era de su puño y letra, que su contenido había sido dictado por él mismo, sin que persona alguna le hubiera inducido o violentado a ejecutarlo.

 

 
 
 
 
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