I. EL DERECHO PROCESAL COMO ORDENAMIENTO DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL. TRATAMIENTO DOCTRINAL DE SU CONCEPTUACIÓN COMO SISTEMA DE GARANTÍAS
El Derecho procesal hace posible la actuación de aquella parte del ordenamiento jurídico que tiene por finalidad llevar a cabo la llamada función jurisdiccional.
Definida la jurisdicción en los arts. 117 de la Constitución y 2 de la ley Orgánica del Poder Judicial como potestad, el ejercicio de ésta se concreta funcionalmente a través de la actividad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado por medio de Juzgados y Tribunales jurisdiccionales independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente a la Ley.
El Derecho procesal surge regulando jurídicamente el ejercicio de la función jurisdiccional y, desde esa perspectiva, se sitúa, no tal sólo como un mero instrumento jurisdiccional atemporal, acrítico y mecanicista sino, ante todo, como un sistema de garantías, que posibilita la rotunda aplicación del art. 24 de la Constitución , en orden a lograr la tutela judicial efectiva y básicamente ordenado a alcanzar un enjuiciamiento en justicia.
Cuando el Derecho procesal regula el ejercicio de la función jurisdiccional, consistente en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, se está primando el sistema de garantías que contiene, no siendo afortunado señalar que el Derecho Procesal contempla, fundamen- talmente, la aplicación –vertiente instrumental–, a través de su normativa específica, del ordenamiento jurídico ya sea civil, laboral, penal, o, en fin, contencioso-administrativo. El Derecho Procesal no es un Subsistema . Es el sistema de garantías que actúa con autonomía y sustantividad propias. ARROYO MENA, en cambio, se sitúa en una concepción instrumental del Derecho procesal propia de un subsistema ausente de autonomía 1. El derecho procesal desea hacer frente a la aplicación patológica de la norma jurídica mediante un sistema de garantías sustantivo y autónomo. De ahí que el Derecho procesal sea el derecho que trate de poner remedio con garantías a la patología jurídica. Pero, no desde una propuesta instrumental o propia de un subsistema cuanto más exactamente mediante la aplicación de un sistema de garantías que actúa con autonomía y sustantividad.
La conceptuación instrumental del proceso posee incluso un tratamiento metodológico personalizado en la doctrina procesal. En efecto, la instrumentalización del proceso se ha hecho derivar hacia sucedáneos acientíficos y faltos de rigor técnico para justificar esa instrumentalidad al conceptuarse a aquél [el proceso] como instrumento de satisfacción jurídica, se entiende].
Surge así la llamada “teoría de la satisfacción jurídica” del proceso, propuesta por FAIRÉN GUILLÉN, en la que configura el proceso como instrumento de satisfacción jurídica 2.
La metodología del instrumento [con independencia de su carácter concupiscentemente jurídico justificado en la “satisfacción”] quizás o seguramente alcance su propuesta más sublime [cercana al paroxismo], en MONTERO AROCA (seguida por VALENCIA MIRÓN) para el cual el proceso “es un instrumento necesario” 3.
II. EL PROCESO COMO SISTEMA DE GARANTÍAS
Si se contempla el Derecho procesal desde una vertiente exclusivamente instrumental se antepondría en su estudio su finalizad práctica; esto es, la actuación del ordenamiento jurídico, pasando a un lugar secundario su más importante y primario contenido sustantivo como ordenamiento jurídico, consistente en hacer posible la función jurisdiccional a través de un sistema de garantías procesales que haga posible, en todo momento e hipótesis, la tutela judicial efectiva (art. 24 de la Constitución ) a través del debido proceso sustantivo.
El ámbito funcional del ejercicio de la jurisdicción es procesal. No es, en cambio, procesal el ámbito de potestad [jurisdiccional] de ese ejercicio relativo al poder judicial o jurisdicción.
La “potestad jurisdiccional” implica una acepción constitucional de la jurisdicción, mientras que su desarrollo, a través de la “función jurisdiccional”, es ya procesal.
Por ello “potestad” no es lo mismo que “función jurisdiccional”, y con base en ese planteamiento no es técnicamente correcto reconducir el derecho jurisdiccional o derecho de la jurisdicción hacia el Derecho procesal como hace cierto sector doctrinal encabezado por MONTERO AROCA. El Derecho procesal no es un Derecho Jurisdiccional 4.
El ejercicio de la función jurisdiccional a través del Derecho procesal implica básicamente un sistema de garantías constitucionales que se proyecta a través del llamado proceso de la función jurisdiccional. Es el garantismo procesal.
El garantismo procesal supone la conceptuación del proceso de la función jurisdiccional como una realidad sustantiva ajena a su caracterización instrumental, y atemporal. El garantismo procesal implica la puesta en práctica de las garantías que en las leyes procesal se contienen, conjuntamente con las que poseen proyección constitucional, a través de una postura garantista plenamente comprometida con la realidad constitucional de “aquí y ahora”.
Surge así la conceptuación del proceso como sistema de garantías procesales.
Esta conceptuación es rupturista con el procesalismo pretérito porque no surge vinculada con el débito del solemnis ordo iudiciarius que finalmente adoptaron la LEC de 1855 y su descendiente legítima, la LEC de 1881, siguiendo la senda marcada con la Partida III que queda enterrada tras la vigente LEC de 2000 aún cuando puedan existir esfuerzos de pseudojuristas teóricos y rábulas por resucitarla.
Sin ningún tipo de reserva, HINOJOSA SEGOVIA alude a que la LEC de 1881 fue el “fruto de una ideología medieval” 5 .
El proceso como sistema de garantías supone otorgar el ámbito heterocompositivo de la función jurisdiccional una respuesta constitucional sustantiva, procesal y de “aquí y de ahora”, respecto de éste [y no otro] concreto momento constitucional, frente a una proyección exclusivamente instrumental atemporal y acrítica del habitual y común procedimentalismo de las leyes de enjuiciamiento.
La interpretación y aplicación de las normas procesales tiene trascendencia constitucional, por cuanto el derecho a la tutela judicial efectiva obliga a elegir la interpretación de aquella que sea más conforme con el principio pro actione y con la efectividad de las garantías que se integran en aquella tutela, de suerte que efectividad y garantismo no sé postura en términos de prevalecía, por lo que sí la interpretación de la forma procesal no se acomoda a la finalidad de garantía, hasta el punto de que desaparezca la proporcionalidad –principio de proporcionalidad– entre lo que la forma demanda y el fin que pretende, olvidando su lógica y razonable concatenación sustantiva, es claro que el derecho fundamental a la tutela efectiva resulta vulnerado.
Las exigencias constitucionales del ejercicio funcional de la jurisdicción (garantismo constitucional de la norma procesal) 6 se hallan particularmente aseguradas en su aplicación en nuestra Constitución, a través de la existencia misma del proceso de la función jurisdiccional en orden a juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (art. 117.3 de la Constitución ).
Pero el camino que evidencia la existencia misma del proceso de la función jurisdiccional –la metodología– tiende hacia la atomización a través de la técnica adjetiva del procedimiento.
Y así, mientras que las garantías del debido proceso sustantivo de la función jurisdiccional –sustentadas en el método constitucional– son esencialmente uniformes, no ocurre lo mismo con las técnicas adjetivas que las leyes de procedimiento utilizan para tipificar el procedimiento.
Por ello, los problemas no existen tanto en la metodología de alcance sustantivo-constitucional, sino más bien en la procedimental. Mientras la primera responde al esquema de las garantías constitucionales “de aquí y ahora” de un servicio público de la justicia, en cambio no ocurre lo mismo con la metodología de apoyo procedimental. Es la metodología que sobre el garantismo procesal expuse en 1988-1989 7.
Es bastante inusual encontrar en la procesalística española posturas metodológicas decididamente garantistas. Incomprensiblemente la proyección del garantismo, como idea clave para comprender el Derecho procesal, es escasamente utilizada 8.
En la etapa preconstitucional se trató incluso de justificar el ámbito de proyección metodológica de la LEC de 1981 más atenta a la atomización adjetiva que a la uniformidad sustantiva del ejercicio funcional de la jurisdicción.
Esta justificación posee un hito importante en la denominada “teoría ferroviaria del Derecho procesal”.
En la etapa preconstitucional se confundía el proceso con el procedimiento. No existía el proceso como realidad conceptual sustantiva. Tan sólo adjetiva; y de ahí la confusión entre proceso y procedimiento.
Para salvar la confusión, se acudió por la doctrina más autorizada (¿!) de la época a lo que luego se denominó “TEORÍA FERROVIARIA DEL DERECHO PROCESAL”, con la que se pretendía adjetivar al máximo la realidad conceptual denominada proceso 9.
Frente a tal sublime conceptuaciones del proceso y del procedimiento, aquél [el proceso] no es algo amorfo, ni un tren, ni una vía, ni un surtidor de gasolina. Es garantía sustantiva. Contrariamente a semejantes posturas doctrinales es preciso indicar que el proceso no es algo amorfo. Es garantía que modela sustantividad.
III. LA GARANTÍA PROCESAL
Las garantías de lo que, en la actualidad, se denomina función jurisdiccional [juzgar y hacer ejecutar lo juzgado] no han sido, históricamente, siempre las mismas.
Lo cierto es que los diversos sujetos que deseaban alcanzar un enjuiciamiento en justicia –debe tenerse en cuenta que las dos leyes procesales civiles y penales actualmente vigentes en nuestro país utilizan el término enjuiciamiento–, no siempre se situaron ante unas estructuras procesales uniformes y razonablemente justas.
Por ello, y frente a la interrogante actual relativa a la posición del sujeto ante tales estructuras, se opone la respuesta pasada de la ubicación de ese mismo sujeto frente a su deseo de lograr un auténtico enjuiciamiento en justicia. De ahí que la necesidad de ofertar esa respuesta para conocer aún mejor nuestro actual ordenamiento procesal, obliga, sin duda, a acudir a la historia.
Históricamente, una primera concepción, que posibilitó un sistema de garantías mínimamente aceptables para los sujetos que deseaban alcanzar un enjuiciamiento en justicia, se sustentó en la convicción, que entre las partes afectadas, existían derechos y obligaciones, cuya fuente era un contrato existente entre ellas.
Según este contrato, el enjuiciamiento de los derechos en conflicto implicaba una auténtica base contractual que obliga a aceptar la decisión judicial.
En tal sentido, la necesidad de aceptar la decisión de jueces privados en los tiempos del proceso formulario romano fue la base del contrato procesadle la litis contestatio 10. Ésta se concertaba y se refrenda por el Magistrado, el cual, con el dare actionem , concedía la garantía de la jurisdicción.
La concepción romana de las garantías, que ofrecía el proceso, fue elaborada en la Edad Media y dominó el panorama doctrinal hasta mediados del siglo XIX.
Pero su error radicó en considerar que entre quienes desean un determinado enjuiciamiento en justicia existía un verdadero acuerdo de voluntades.
No era así, ya que es común que no se acudiera a ese enjuiciamiento libremente [sin previo acuerdo], pues si así fuera, la solución sería arbitral.
Sin embargo, en más de alguna ocasión, el TS se ha referido al contrato de litis contestatio 11.
Para superar los inconvenientes de la litis contestatio se acude a la figura del cuasicontrato, que no requiere un previo acuerdo de voluntades.
Pero el logro de un enjuiciamiento en justicia como un sistema de garantías, tampoco ahora es satisfactoriamente explicado, porque se le ha de reprochar las aspiración de configurarlo como una institución de derecho privado de corte romanista, o sea en un momento de transición entre la justicia privada y la justicia pública.
Frente a las orientaciones de cuño privado [sistema de garantías particulares] surge una forma de ofertar un sistema de garantías, esta vez ya público.
Tal sistema implica que las garantías entre las partes intervinientes en el enjuiciamiento en justicia se encuentran sustentadas en la existencia de una relación jurídico-procesal, con derechos y obligaciones recíprocas.
Lo fundamental era que esa relación apareciera como distinta de la relación jurídico material preexistente.
Así, por ejemplo, entre comprador y vendedor existe una relación jurídico-material de derecho privado. Pero si se lesiona un derecho del sujeto de la relación privada aparece una nueva y distinta relación jurídica. Es la relación jurídico-procesal, de marcado carácter público debido a la intervención de un sujeto: el órgano jurisdiccional, Juez o Tribunal –puesto por el Estado– que ha de impartir justicia.
Surge así históricamente la dicotonomía entre proceso y procedimiento, pero, como categorías jurídicas tan sólo públicas. Más allá, la distinción en modo alguno existía. Lo cierto es que, ya el proceso, ya el procedimiento, servían de base a un sistema de garantías eminentemente públicas, que hizo posible descomponer los elementos de la relación: sujetos, objeto y actividad.
Pero el logro de un auténtico sistema de garantías públicas estaba aún lejos de alcanzarse, ya que es necesario señalar que, aunque efectivamente existen derechos y obligaciones propios de la relación jurídica pública, no todos son procesales.
Así se posee el derecho a la tutela del Estado y, por tanto, a acudir a los Tribunales. Pero ese derecho es extraprocesal, de naturaleza política o constitucional (art. 24 de la Constitución ). Lo mismo ocurre con la obligación del Juez de fallar, que es, igualmente, una obligación de naturaleza constitucional.
Por otro lado, más que obligaciones de índole civil lo que existen son cargas. No existen obligaciones, sino la carga de actuar de un modo determinado, de la que se derivan unas determinadas consecuencias de la inactividad.
Se imponía, por tanto, una nueva orientación que, sustentándose en un sistema de garantías públicas, supusiera la entrada, a través del enjuiciamiento, en una situación jurídica como “conjunto de expectativas, posibilidades, cargas y liberación de cargas de una de las partes”. Se trata de nuevas categorías jurídicas.
En lugar de una relación jurídica, con sus correspondientes derechos y obligaciones de índole civilista y pública, existen situaciones jurídicas en las que se original expectativas –espera de una resolución judicial favorable–, posibilidades –aprovechar una ventaja procesal mediante un acto– y cargas –actitud para prevenir una situación desfavorable–.
Como se puede observar, las expectativas y posibilidades se pueden reconducir a los derechos en la relación jurídica y las cargas con las obligaciones, debiéndose señalar que la noción de carga en sustitución de la obligación [en la relación jurídica procesal] aparece ya admitida por la doctrina procesal.
La teoría de la situación jurídica al aportar una indudable consideración sociológica, evidencia la existencia de un fenómeno económico de indudable proyección liberal o neoliberal en el ámbito del Derecho procesal.
Con anterioridad a la vigente LEC, una concepción actual del debido proceso de la función jurisdiccional sustantivo, de indudable fijación conceptual respecto del procedimiento, y superadora, por tal razón, de la concepción civilista de la relación jurídica procesal o la sociológica liberal o neoliberal de la situación jurídica se puede hallar en el vigente TRLPL [Texto Refundido de la Ley de Procedimiento Laboral] –y antes en la LBPL [Ley de Bases de Procedimiento Laboral]–.
En concreto, la rúbrica de la Base X LBPL aludía a “Deberes procesales”, y también la del título VI Libro I TRLPL, “De los principios del proceso y de los deberes procesales”.
Pero en la tramitación del PLBPL en el Congreso de los Diputados se suscitó, por el grupo parlamentario del PNV a través del Proyecto de Ley alternativo que presentó, la conveniencia técnica de sustituir el término “Deberes procesales” por el de “carga procesal” (Cfr. RVDPA 4- 1989, págs. 1298, 1414 a 1416 y 1450).
Quizá no le faltaba razón a ese grupo parlamentario cuando defiende la utilización de esa terminología; pero acerca de la adecuada utilización de uno y otro término habría que tener presente el diverso contexto en que se incardina uno y otro término.
El de “carga procesal” es preciso referirlo a la conceptuación germana del proceso de la función jurisdiccional que se ubica más allá de su conceptuación como una relación jurídica procesal de índole civilista, en la que no existen propiamente derechos y obligaciones [civiles], sino más bien expectativas y cargas procesales.
Entra, pues, dentro de una visión esencialmente liberal o neoliberal el que se asuma o no “libremente” la correspondiente parcela de expectativa o carga procesal.
Si no se hace de ese modo las repercusiones irán luego a la resolución judicial que le pone término definitivamente.
Por el contrario, el término deberes procesales supone una conceptuación del proceso de la función jurisdiccional, como una realidad sustantiva, de particular significado en el ámbito del servicio público de la justicia labora, en donde un acuñamiento “particular” de un término de indudable contenido liberal o neoliberal como el de “expectativas” o “carga procesal” o civilista como el de “obligación” no tenía demasiado sentido en un ámbito tuitivo como el proceso laboral.
A diferencia de la “obligación” de justificación civilista y de la “carga procesal” cuyo cumplimiento depende de la liberalidad del sujeto, el deber procesal es exigible con independencia de la voluntad de su destinatario.
El deber procesal es un imperativo de orden público procesal a diferencia de la “obligación” civilista y de la liberal “carga procesal”. Su incumplimiento, por ser contrario a un imperativo de orden público, origina un ilícito para la correcta ordenación procedimental que justifica la sanción [multa].
Es preciso llevar a cabo el “salto cualitativo”, que implica la adopción de específicos deberes procesales, como hace el Título VI Libro I TRLPL, y antes hacia la Bases X [y rúbrica] de la LBPL , abandonando, por lo demás, el término “obligación” [teoría de la relación jurídica procesal] de indudable origen civilista.
En definitiva, se asiste al alumbramiento de imperativos de orden público en base a exigencias, no sólo de la propia ordenación procedimental, sino también de la particular salvaguarda y protección que el Estado ha de propiciar en el ámbito sustantivo del ejercicio funcional de la jurisdicción [servicio público de la Justicia ].
La vigente LEC no adopta aún un sistema total de garantías públicas justificadas en la existencia de deberes procesales. Pero no es ajena al mismo en la medida en que, en la LEC 1/2000, la existencia del deber procesal como imperativo de orden público procesal se vincula de consumo a la imposición de una sanción [multa].
IV. LA GARANTÍA PROCESAL ES COMPROMISO CONSTITUCIONAL
La garantía procesal en su conceptuación funcional es compromiso constitucional.
La garantía procesal posee una conceptuación funcional. El proceso es garantía, en tanto en cuanto afianza y protege, según el referente constitucional, el tráfico de los bienes litigiosos [patológicos].
Esa funcionalidad se modela con el referente constitucional a través de una sustantividad que ha pretendido los planteamientos amorfos sin referentes temporales.
La crítica temporalidad de la sustantividad procesal se justifica en la aplicación del compromiso constitucional. La sustantividad crítica y temporal del proceso se vincula con las garantías procesales que la vigente Constitución amparo y establece [garantismo constitucional].
En tal sentido, el proceso es compromiso constitucional porque la Constitución garantiza que aquel [el proceso] pueda amparar los derechos de todos los ciudadanos.
La garantía procesal en su vertiente funcional se justifica porque se ampara en que existe tutela judicial efectivas (art. 24 de la Constitución ). Y ese amparo no es amorfo, sino sustantivo por exigencia de aquel compromiso.
En la medida en que el proceso es compromiso [constitucional] de garantía funcional en el tráfico de bienes litigiosos [patológicos] se proyecta, en su sustantividad, autónomamente.
No interesa tanto que el proceso aplique tal o cual norma en el ámbito del tráfico de bienes litigiosos, sino que aquél [el proceso] sea garantía autónoma de aquella actuación sustantiva autónoma.
El proceso es funcionalmente autónomo en su sustantividad. Sus criterios funcionales de actuación son ordinarios en la medida en que asume el compromiso constitucional de actuarlos. En caso contrario [de no existir ese compromiso de actuación] aquel carácter ordinario o común sería inconstitucional o contrario a la Constitución.
En su vertiente de legalidad ordinaria, el proceso es funcionalmente autónomo. Su sustantividad le impide además ser adjetivo, acrítico y mecanicista. O, en fin, ser vicario de la norma que actúa. Así se desprende de la “efectividad” que la norma constitucional reclama [el art. 24.1 de la Constitución proclama que “todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales...”].
La “efectividad constitucional”, es, ante todo, sustantividad garantista autónoma. Y, además, sustantividad garantista común y ordinaria. La funcionalidad autónoma del proceso justificada en criterios ordinarios o comunes que asumen el compromiso constitucional, se proyecta, a su vez, en una funcionalidad sustantiva que es garantía de jurisdiccionalidad, y también en una funcionalidad formal que es garantía a su vez de adjetivación procesal de esa jurisdiccionalidad. Esa funcionalidad es, según RAMOS MÉNDEZ, expansiva 12.
La conceptuación garantista del proceso [como sistema de garantías] evidencia la inutilidad sobrevenida de no pocos conceptos y principios tradicionales del procesalismo pretérito, los cuales [sobre todo los referidos al “trípode desvencijado” de la acción, la jurisdicción o las formas procedimentales (procedimiento) de tutela], han venido siendo considerados como las bases en las que se justificaba [y aún hoy se justifica] la mayor parte de la doctrina procesal.
La razón es preciso hallarla en que el proceso como garantía es él cause para legitimar la norma procesal ordinaria que, por razón de aquella legitimidad, se constituye desde su proteica e irreductible sustantividad en el concepto clave.
Ni con el concepto de acción, ni de jurisdicción, ni menos aún las formas del procedimiento [procedimiento], pueden competir con el proceso como garantía ordinaria de aplicación del compromiso constitucional consistente en amparar, en el tráfico de bienes litigiosos [patológicos], los derechos que la Constitución reconoce a todos los ciudadanos.
Y así y si bien la posibilidad de “accionar” se atribuye a “todos” en condiciones de igualdad, y se justifica en un vínculo de medio a fin con la “tutela” sustantiva que oferta el proceso [derecho a obtener la tutela efectiva en el ejercicio de los derechos e intereses legítimos: art. 24.1 de la Constitución , lo determinante es aludir a una efectividad sustantiva de la posibilidad constitucional de “accionar”, que es garantizada a “todos”, a través del proceso.
Pero, repárese en que esa efectividad [sustantiva] es dinámica superadora de la evolución científica que arranca de los teorizadores alemanes del siglo XIX, acerca del derecho de acción que tradicionalmente se ha reivindicado como autónomo en sus formulaciones clásicas en sentido abstracto, como presupuesto externo y preexistente entendido como “posibilidad” o “libertad” de accionar [teorías abstractas de la acción], o en sentido concreto como derecho de obtener una resolución judicial favorable [teorías concretas de la acción].
La autonomía del derecho de accionar en su proyección abstracta constreñida a una mera “posibilidad” o “libertad” de accionar, es ineficaz e insustancial en relación con la dinamicidad sustantiva y garantista del proceso por su inconcreción. Pero, tampoco aquella autonomía del derecho de accionar en su proyección concreta es determinante, por cuanto un supuesto derecho a la efectiva obtención de tutela judicial efectiva sería más bien inconcebible en el modelo constitucional del proceso que se postula en el que se ampara tan sólo los presupuestos ordinarios que son garantía para aquella tutela judicial efectiva, pero no para su concreción en sentido favorable.
Surge así un derecho de acción en sentido constitucional, no como un mero “derecho al proceso”, y sí como un derecho a la tutela que garantizará el proceso: como un derecho a una efectiva tutela.
Respecto del procedimiento y si bien la “tutela” jurisdicción se encuentra en todo caso garantizada ante los órganos jurisdiccionales ordinarios por jueces y magistrados integrantes del poder judicial (art. 117.1 de la Constitución ), las “formas” del procedimiento han dejado de ser un fin en sí mismas, por cuanto sólo se justifican en la temporalidad crítica y ordinario que garantiza el proceso (derecho a un proceso con todas las garantías: art. 24.2 de la Constitución ).
Y, por último, respecto de la jurisdicción es preciso indicar que el sistema funcional de garantías es procesal. No es jurisdiccional. No es tampoco atinente al Derecho jurisdiccional. No es de derecho jurisdiccional. La razón es preciso hallarla en que la potestad jurisdiccional afecta no al proceso cuanto más bien al poder judicial o jurisdicción.
Se accede, en el modo expuesto, a un modelo de procesalismo abierto a los diversos modos de integración, racionalización o especificación que el legislador ordinario es siempre libre de proyectar.
Pero repárese en que, ese modelo, sólo se justifica en unas garantías concebidas en términos dinámicos con capacidad de adaptación al “aquí y ahora” constitucional, por razón del compromiso constitucional que asumen.
Por ello se está en presencia de un tal modelo de proyección temporal [mutante] y sumamente crítico.
Esa dinamicidad equivale a reconocer que aquellas garantías no son abstractas. Actúan críticamente el modelo concreto de tutela judicial efectiva que establece la Constitución.
V. LA PROYECCIÓN PRÁCTICA DE LA METODOLOGÍA CONSTITUCIONAL. EL COMPROMISO CONSTITUCIONAL DEL PROCESO Y SU PLANTEAMIENTO RUPTURISTA
En el ámbito del Derecho procesal, el proceso de la función jurisdiccional supone la actuación de la función jurisdiccional a través de un modelo adjetivo y por ello procedimentalista en el que es posible ubicar determinadas fases o períodos típicos.
Tales fases o períodos, en la medida en que lo compartimentan se hallan abocados hacia un modelo sumamente técnico y mecanicista. Así, y de un lado, se hallaría la sustantividad garantista del proceso y, de otro lado, la tecnificación mecanicista y adjetiva del procedimiento. No siempre la ley procesal sigue un modelo estancado [compartimentos estancos], aunque en todo caso [exista o no compartimentación] en el modelo que se adopte, confluye el binomio proceso-procedimiento.
El primero [el proceso] asume, frente al procedimiento, un carácter sustantivo y comprometido con la realidad constitucional con apoyo en el sistema de garantías que al justiciable debe ofertar [metodología constitucional de la norma procesal]
En cambio, el procedimiento es atemporal y acrítico a través del soporte que le brindan, sólo y exclusivamente, las formas procesales técnicas y mecanicistas.
Por ello, el procedimiento es técnicamente una realidad formal y rituaria frente al proceso jurisdiccional que, a diferencia del procedimiento, es la realidad conceptual que posibilita el acceso al garantismo del Derecho procesal, a través de la llamada tutela judicial efectiva, mediante el debido proceso sustantivo.
El proceso se constituye, por tanto en la justificación del procedimiento. Lo que no significa que no pueda existir procedimientos sin proceso, puesto que el primero es atemporal, y el segundo no, al hallarse comprometido con la base garantista de “aquí y ahora”.
Por tanto, ambos –proceso y procedimiento– son hipótesis de trabajo autónomas.
Lo que sucede es que el procedimiento es una realidad conceptual abstracta –formal y adjetiva– y que, por consiguiente, su razón de ser y justificación se le brinda el proceso, que opera siempre con la referencia del más escrupuloso respeto al sistema de garantías que el ordenamiento jurídico establece. El proceso es sustantividad comprometida. El procedimiento es formalidad acrítica y mecanicista. El proceso, por tanto, con su sustantividad garantista justifica y corrige las “anomalías” en la aplicación mecanicista y técnica del procedimiento. Es el proceso de la función jurisdiccional garantista y comprometido.
La atemporabilidad de las normas procesales, en su vertiente procedimental las ha justificado históricamente como válidas tanto en tiempos de monarquía, república o dictadura.
Por el contrario, el proceso de la función jurisdiccional, en su vertiente conceptual, es una realidad, ante todo, sustantiva que se haya vinculada y comprometida con la realidad constitucional de “aquí y ahora”, y con el sistema de garantías que esa realidad comporta.
Por ello, el procesalista ha de asumir el “compromiso constitucional” que no es político, ya que la Constitución como norma suprema del Estado es apolítica.
Todo lo cual abona un planteamiento rupturista y de adecuación de la norma procesal al sistema de garantías que se haya recogido en la Constitución y en los propios textos procesales. Esa adecuación es negada por cierto sector doctrinal. Quizá en esa propuesta se ubique SERRA DOMÍNGUEZ 13.
Quizá el equívoco doctrinal de SERRA DOMÍNGUEZ quede evidenciado con la vigente LEC, en cuyo art. 247 se regula el preceptivo acatamiento de las partes a las reglas de la buena fe, sancionándose el incumplimiento de tales reglas con multa.
Según la tesis de SERRA DOMÍNGUEZ, cuando la vigente LEC sanciona con multa el incumplimiento de las reglas de la buena fe por las partes, acepta una conceptuación del proceso civil inspirada en la ideología comunista-socialista. Pero no es así.
El proceso del ejercicio funcional de la jurisdicción desde su sustantividad no debe ser conservador sino rupturista. Para la ruptura sólo existe un referente: la Constitución.
Su aportación a la normativa procesal no es política porque el texto constitucional es apolítico y porque la adopción de la metodología constitucional construye una realidad procesal sustantiva [no adjetiva o técnica] acomodada con la realidad constitucional de “aquí y ahora”. El garantismo no propugna, por tanto, el enfrentamiento ideológico sino la solución técnica que permita, a través de su sustantividad, corregir la adjetividad acrítica del procedimentalismo.
De ahí que por propia naturaleza sea dinámica y rupturista. Dinamicidad y ruptura que se justifican, además, en la cualificación de los órganos jurisdiccionales como órganos de soberanía en la medida en que la “justicia emana del pueblo” (art. 117.1 de la Constitución ).
Esa cualificación va a reflejar las relaciones entre el Estado y el individuo. Y a su vez, esas relaciones van a ser determinantes de la posición del órgano jurisdiccional [del “órgano de soberanía”] respecto de los sujetos que acuden al mismo. En un ámbito de ejercicio liberal de la función jurisdiccional, el órgano jurisdiccional como “órgano de soberanía” adopta una posición pasiva o de mera reacción respecto de las actuaciones de los sujetos que ante él actúan. En cambio, en un ámbito de ejercicio no liberal de la función jurisdiccional [de justificación democrática: art. 117.1 de la Constitución según el cual “la justicia emana del pueblo”] el órgano jurisdiccional como “órgano de soberanía” adopta una posición activa. En las propuestas de la exposición de motivos de la LEC la opción resulta evidente 14.
La LEC opta por una estructuración del “trabajo jurisdiccional de modo que cada asunto haya de ser mejor seguido y conocido por el Tribunal” y para ello se
“mira... ante todo y sobre todo a quienes demandan o pueden demandar tutela jurisdiccional en verdad efectiva para sus derechos e intereses legítimos”. En definitiva, la LEC opta por un ámbito de ejercicio de la función jurisdiccional no liberal en el que el órgano jurisdiccional como “órgano de soberanía” no ha rehuido las posturas comprometidas con el denominado, por la exposición de motivos de la LEC , “trabajo jurisdiccional”. El “trabajo jurisdiccional” que ahora la LEC atribuye al órgano jurisdiccional va a suponer un nuevo reparto de cometidos entre ese órgano jurisdiccional y las partes que como efecto más inmediato va a originar que la máxima da mihi factum dabo tibi ius no pueda aplicarse en la actualidad de modo absoluto.
La LEC es sumamente pragmática. Sus posicionamientos no son ideológicos porque la garantía procesal del derecho ha de rehuir la ideologización del Derecho procesal. Sus propuestas no son ideológicas ya que el Derecho procesal y sus garantías no se justifican desde la ideología sino desde la eficacia. El nuevo dogma del proceso como sistema de garantías no es susceptible de ubicarse en la ideología sino en la efectividad ya que como indica la exposición de motivos de la LEC “justicia efectiva significa, por consustancial al concepto de justicia, plenitud de garantías procesales”.
VI. EL DEBIDO PROCESO SUSTANTIVO
El proceso –de la función jurisdiccional– se caracteriza, de un lado, por su contenido sustantivo que asume la materialidad constitucional de aquí y ahora y, de otro, por la debida instrumentalización a través del procedimiento de esa sustantividad garantista, alcanzándose así el debido proceso sustantivo 15.
El carácter de debido y sustantivo del proceso –de la función jurisdiccional– sólo encuentra su justificación en la medida en que corrige en cada momento histórico la atemporabilidad e instrumentalidad aséptica y adjetiva del procedimiento.
Es preciso garantizar que el proceso de la función jurisdiccional constituya, en cuanto a su carácter debido y sustantivo, garantía de justicia. Es el derecho al proceso justo [ fair trial; fair hearing ].
Algún sector doctrinal postula que la ausencia de garantías procesales o al menos su desarrollo desigual [de esas garantías] en el ordenamiento procesal frustraría la conceptuación del proceso como garantista y sustantivo. Esta tesis es la que quizá propugna ORTELLS RAMOS 16.
La ausencia de garantías [como es el caso del proceso penal inquisitivo según ORTELL RAMOS] o el desarrollo desigual de las mismas [como es el caso del proceso de declaración en relación con las cautelares y de ejecución según también ORTELLL RAMOS], o, en fin, la existencia de nuevas garantías en entornos que se han “procesalizado” [como es el caso del procedimiento admininistrativo, en particular en materia de sanciones, siempre según ORTELLS RAMOS] lo único que evidencia es una contemporización o acomodación a un ordenamiento procesal que históricamente ha sido muy deficitario en garantías.
Esa actitud acomodaticia consistente en conceptuar el Derecho procesal “por otros derroteros” [según ORTELLS RAMOS] distintos a los garantistas no debe ser determinante porque no es constitucional.
Allí donde no existen garantías hay que crearlas [sería el caso del proceso penal inquisitivo]; allí donde sean desiguales hay que igualarlas con arreglo a unos criterios que garanticen la tutela judicial efectiva en todo caso o supuesto [art. 24 de la Constitución ] y allí, en fin, donde irrumpen las garantías hay que consolidarlas [como es el caso del procedimiento administrativo, particularmente en materia de sanciones].
No se puede actuar de espaldas al garantismo.
Pero sería tremendamente torpe pensar que la corrección de la atemporalidad mecanicista procedimental debe producir un desmantelamiento del procedimiento, cuya técnica es acrítica. Si así se pensara se postularía un garantismo exacerbado que convertiría al debido proceso sustantivo en algo sin sentido y sin justificación.
Por ello, y aun cuando ambas realidades conceptuables, esto es, proceso y procedimientos son autónomas y así lo demuestra el propio devenir histórico del procedimiento en muchas ocasiones [más de las debidas en nuestra reciente historia del procesalismo] desprovisto de soluciones garantistas, son a su vez necesariamente interpendientes para que la técnica procedimental se justifique y para que la sustantividad garantista del debido proceso no sea una realidad conceptualmente desprovista de lógica y sentido técnico
Un planteamiento garantista que opere sin la justificación del procedimiento origina algo tan paradójico como una exacerbación sustantiva que deja de ser garantista, precisamente, por no poseer la técnica del procedimiento con la que operar.
De no tenerse en cuenta tal planteamiento estaríamos abocados a lo absurdo, lo que no justifica la supresión de la técnica procedimental en aras de una mal entendida tutela judicial más efectiva [por ejemplo, más rápida y abreviada] que como tal garantía sin el referencia de la técnica procedimental, sería una realidad conceptual inoperante e, insisto, desprovista de lógica y sentido.
Pero, también, es preciso huir de soluciones exclusivamente procedimentales.
La hipervaloración procedimentalista sin la sustantividad del proceso de “aquí y ahora” de cada momento histórico puede abocar a actitudes irracionales (art. 11.3 LOPJ). Es quizá lo que propugna ESPARZA LEIBAR 17.
La posición doctrinal de ESPARZA LEIBAR es, quizá o seguramente, peculiar y posiblemente pintoresca pues, apartándose del común criterio doctrinal que parte del concepto de proceso para luego realizar la concreción –con más o menos fortuna– de la realidad comúnmente considerada formal del procedimiento, apuesta por la opción metodológica inversa. Esto es, el procedimiento es lo que otorga “efectividad” al proceso.
La opción metodológica es, sin duda, tan legítima como cualquier otra, pero no deja de causar extrañeza que, con base en la misma se construya el denominado por ESPARZA LEIBAR “principio del debido proceso”, por cuanto metodológicamente resulta de todo punto inadmisible construir un concepto de “debido proceso”, que ante todo debería ser sustantivo, por el contrario de la formalidad acrítica y mecanicista del procedimiento. En definitiva, que es justo lo contrario.
Esto es, el procedimiento no otorga efectividad al proceso, puesto que el proceso conceptualmente es autónomo, porque de lo contrario no sería “debido” [“no se debería”] a su sustantividad, y si es “debido” es porque posee resortes propios para ser efectivo, sustantivo y autónomo para obligar como debido en base a una propuesta metodológica propia que, justo porque es sustantiva, no puede ontológicamente depender o ser efectiva en base al procedimiento.
Quizá o seguramente lo planteado por ESPARZA LEIBAR no se acomode a la más correcta técnica procesal.
El “debido proceso” de la función jurisdiccional, en su vertiente conceptual, es una realidad sustantiva que, al hallarse vinculada y comprometida con la realidad constitucional de “aquí y ahora” y con el sistema de garantías que esa realidad implica, afecta al cómo institucional del servicio público de la justicia. Esta tesis ya se puede hallar en el Libro Blanco de la justicia elaborado por el órgano de gobierno del Poder Judicial en 1997 18.
La sustantividad del proceso como sistema de garantías, en su compromiso con la realidad constitucional de “aquí y ahora” y con el sistema de garantías que esa realidad comporta, no es ajena al cómo Institucional que la hace posible y que incide en la prestación del servicio público de la justicia.
El debido proceso en su sustantividad no es una realidad neutra. Es una realidad comprometida que afecta a una propuesta institucional justificada en el cómo se ejerce respecto del justiciable [servicio público]
Es poco menos que anecdótico y/o pintoresco apelar al garantismo como elemento indiscutido del concepto del debido proceso para finalmente negarle su compromiso [constitucional] con el cómo se ejerce. Es tanto como postular un debido proceso sin referente alguno que, hallándose en constante estado de levitación, aspira a mantenerse en el aire sin ningún punto de apoyo.
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