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LOS JUECES EN POLÍTICA: SU INCIDENCIA EN LA OPINIÓN PÚBLICA *
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Por José Luis Requero Ibáñez |
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Magistrado Especialista de lo Contencioso-Administrativo.
Vocal del Consejo General del Poder Judicial
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¿Cuál es la relación entre la política y la jurisdicción? El autor desbroza estas cuestiones deslindando lo que es la lógica “politicidad” del quehacer judicial, tanto en lo gubernativo como jurisdiccional, de una politización indeseable, para lo cual aborda tanto desde el punto de vista estatutario como gubernativo los diferentes supuestos que pueden darse. |
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I. INTRODUCCIÓN
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Pese a que se trata de esferas diferentes –la política y los jueces– que en un cuadro de trazo grueso el sentido común capta, una reflexión más profunda y sutil advierte de la necesidad de matizar, pues surgen relaciones, cohabitaciones y puntos de intersección. Vaya por delante que a la hora de discurrir acerca de las relaciones entre la política y los jueces o entre la política y la Justicia, no es bueno hacerlo desde prejuicios que demonizan la política por sistema en favor de una idea inmaculada de la Justicia o de los jueces. Es un tópico que en esa reflexión lo político se salde de ordinario con un veredicto negativo en favor de lo judicial.
Para este análisis, y aun a riesgo de parecer maniqueo, acudo a la expresión de “politicidad” de la Justicia –que no “politización”– para sostener que hay una presencia lógica, razonable e inevitable de la política en lo judicial, contrapuesta a la censurable o repudiable, que lleva a la idea de “politización de la Justicia ”. Vayamos por partes.
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II. LA “POLITICIDAD” DE LA JUSTICIA |
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La organización de las sociedades modernas, avanzadas, complejas y plurales se traduce en la capacidad de asumir la existencia de opciones, lo que lleva a que al sustantivo “política” le anudemos diversos adjetivos: política exterior, sanitaria, educativa, fiscal, de seguridad, etc., de ahí que con toda naturalidad hablemos de política judicial. Habrá así una presencia lógica de la política en la Justicia al existir diversas concepciones, luego opciones, acerca de cómo organizarla en sus más distintas manifestaciones (modelo de instrucción penal, de juez, de Ministerio Fiscal, sistema de gobierno judicial, organización territorial de la Justicia, etc.).
Esto lleva a la pregunta de quién diseña esa política judicial. Formalmente, según nuestra Constitución, el Gobierno dirige la política interior del Estado (art. 97.1), y un aspecto es la judicial; y si el Gobierno responde de su gestión política ante el Congreso de los Diputados (art. 106) y del Parlamento salen las leyes que ordenan la Justicia, habrá que concluir que es en el ámbito de los poderes políticos por excelencia –Ejecutivo y Legislativo– donde se ventila el debate sobre qué Poder Judicial se quiere.
Sin embargo, el art. 122.2 de la Constitución configura al Consejo General del Poder Judicial como “órgano de gobierno del mismo”, luego si es órgano “de gobierno” y no una instancia administrativa o gestora y, a su vez, está formado en parte por jueces y magistrados (art. 122.3), habrá que deducir que también en el ámbito interno de “lo judicial” se hace política y que los jueces participan en tareas de gobierno haciendo política, eso sí, judicial. Lo propio de este ámbito sería gobernar desde las opciones que del Poder Judicial vienen dadas desde el poder político. Dejo aquí un razonamiento que, por admitir más matizaciones, requeriría un discurso específico debido a lo complejo de las relaciones entre poderes. Sí aclaro que el principio constitucional de división de poderes y su correlato –la independencia judicial– no implica, en lo gubernativo (cosa distinta es lo jurisdiccional), separación total y absoluta de “lo judicial” respecto de “lo político”, pero tampoco debe dar lugar a unas filtraciones o contaminaciones que llevarían a la repudiable “politización judicial”.
Esa tarea de gobierno que asumen los jueces desde del Consejo y, en menor medida, desde los órganos de gobierno interno, lleva a la Judicatura a la asunción de una responsabilidad no jurisdiccional, sino a un papel político, con todas las matizaciones o modulaciones que se quiera, pero político. Y en este terreno quizá uno de los problemas que más lastran la idea de autogobierno judicial radique no solo en las apetencias de marcaje por parte del poder político –cuya máxima manifestación fue el sistema no de “marcaje” sino de tutela política instaurado en 1985– como, además, la falta de vocación, proclividad, acomodación o idoneidad de estamento judicial para las tareas de gobierno que no de mera gestión. No se olvide que la Constitución al alumbrar ese sistema de gobierno, consecuencia del principio de separación de poderes, emplaza al juez a gobernar su carrera profesional, a gobernar el principio de independencia judicial, el ejercicio de la jurisdicción y, en definitiva, una parte consustancial del Estado debida a los ciudadanos, en confluencia con otros poderes netamente políticos. El juez está llamado no sólo a solventar litigios, sino a ordenar un poder independiente, no político y a hacerlo en el contexto del Estado con “sentido político”, lo que requiere una mentalidad, una vocación cuya idoneidad no siempre es fácil de hallar.
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III. LA “POLITIZACIÓN JUDICIAL” |
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El valor consustancial del Poder Judicial es la independencia, algo distinto de la imparcialidad que se predica respecto de las partes en litigio. Independencia e imparcialidad son principios que, de alguna forma, cabe encontrar en otros órganos, servicios o funcionarios. Piénsese, por ejemplo, en la Intervención General del Estado, en el secretariado municipal, Abogacía del Estado, Inspección de Hacienda, el Ministerio Fiscal o en órganos como el Consejo de Estado, el Defensor del Pueblo, etc. De unos cabe esperar imparcialidad en sus decisiones, autonomía funcional o un actuar sujeto a criterios propios que admite variaciones de intensidad según que sus integrantes se inserten o no en una organización que responda a unidad de criterio, de prestación de cierto servicio, de asunción de ciertas directrices política, etc.
Pero el Poder Judicial es diferente. El juez ejerce uno de los tres poderes en que se plasma la idea de Estado, de manera que no opina ni dictamina, no hacer juicios previos de legalidad, no sugiere..., sino que resuelve, limita derechos y libertades, priva de ellos, los ampara o declara, etc. Está al mismo nivel que los otros Poderes del Estado. Pues sólo el Estado puede decidir sobre ellos. Pero la diferencia radica en que mientras el poder político actúa desde criterios de pura oportunidad, pero sometido a la ley, al Derecho y a la Constitución (cf. arts. 97.1 in fine , 103.1 in fine y 161.1 a ), el juez actúa las normas que ordenan en Derecho la sociedad, luego ese “argumento”, esa vocación, sólo puede hacerse realidad desde la independencia.
Esa independencia supone la resolución del litigio no según criterios de oportunidad o de conveniencia, ni personal ni de grupo u organización ni de ideología; el juez no se debe a ninguna estrategia o directriz programática, no está sujeto a los designios de gobierno o partido, sino que se debe al ordenamiento jurídico que, formulado en abstracto, actúa en cada conflicto con sujeción a la ley, al Derecho, a la jurisprudencia ordinaria y constitucional; mediante una operación técnica exterioriza una decisión objetivada, razonada y contrastable en algo objetivo –el Derecho–, lo que permite apreciar su corrección o incorrección. Del juez cabe esperar una decisión que no sea contraria a Derecho –el principio de legalidad es común a todos los Poderes, art. 9.1 de la Constitución –, una resolución fundada en derecho, que imponga la lógica del Derecho y que, además, haga Derecho, es decir, busque lo jurídicamente justo en cada caso, de forma que en su labor de interpretación salve lagunas o acrecencias de la norma escrita, lo que contribuye a su perfección. De esta manera se espera del juez –y es lo que le legitima para ejercer ese poder del Estado– que haga presente el Derecho, que sea previsible en su decisión, que vaya fijando –y lo haga hasta coactivamente– criterios que en la sociedad den seguridad jurídica a las relaciones jurídicas civiles, mercantiles, administrativas, sociales, fiscales, etc.
Desde estas premisas es cuando ya podemos abordar esa “politización de la Justicia ” como patología y que se dará cuando la decisión del juez no se basa en lo jurídicamente previsto y previsible, sino en la oportunidad o la ideología. Esa “politización” también puede venir desde fuera, pese a que la actuación judicial sea rigurosamente jurídica, si se valora o juzga al juez no con criterios jurídicos, sino con los propios de la contienda política. Es así frecuente que en la opinión pública cale el hábito de valorar la decisión judicial no conforme a criterios jurídicos, sino de pura oportunidad o conveniencia, fenómeno al que contribuyen, como luego diré, a veces los propios jueces. Pero volviendo al ámbito estrictamente judicial, ese excurso sobre los jueces en la política lleva a tres situaciones que pueden ser patológicas.
El primer supuesto se daría cuando el juez deja la Judicatura para asumir responsabilidades políticas. La segunda es el caso inverso, esto es, el político que ingresa en la Carrera Judicial o el juez que de la política retorna a la Judicatura. Por último, está el caso de quien siendo juez, desde tal condición, hace política.
Me centro en el aspecto subjetivo o estatutario y no tanto en el orgánico o institucional, pues el núcleo del debate está en la politización del ejercicio de la jurisdicción, lo que no deja de ser una contradicción en los términos, pues la iuris dictio, el ius dicere excluye por sí mismo la idea de resolver al interés ideológico o de oportunidad, ahí estaríamos más bien en una suerte de opinium o voluntas dicere . En consecuencia, no hablo de las relaciones, ya apuntadas, entre los órganos de gobierno judicial y las instancias políticas. Éste sería otro debate y que dejo ahora zanjado acudiendo a la idea de que en la formulación de la política judicial o en la gestión de la organización judicial no hay un solo centro de dirección, sino una pluralidad –Gobiernos central y autonómicos, Paramentos central y autonómicos, Consejo General del Poder Judicial–, lo que llama a la idea de coordinación y codirección en la política judicial. En este ámbito sólo habría “politización” del gobierno judicial si en esa responsabilidad se cayese en una suerte de “servicio delegado” del poder político o se olvidase que se gobierna un poder que por ser independiente, reclama un gobierno que ampare, robustezca y haga realidad la independencia en todas sus manifestaciones.
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IV. EL JUEZ QUE VA A LA POLÍTICA
Nada habría que objetar. Quien voluntariamente accede a la Carrera Judicial voluntariamente puede abandonarla; es más, para el acceso a otras funciones o tareas tanto públicas como privadas, la condición del juez puede ser un activo que llama a la idea de experiencia, formación, rigor, honorabilidad, etc. El problema no está en la ida, sino en la vuelta –que luego analizaré– y aun antes, esto es, en cómo se ha ido porque podría darse el caso de que el juez en el ejercicio de la jurisdicción haya anticipado su posterior opción o compromiso político, identificándose o coadyuvando a esa opción política en la que, tras dejar su carrera profesional, se inserta. Y esto, repito, es predicable tanto de tareas privadas como políticas.
Como digo, estas ideas no son en sí malas; es más, son inevitables y para valorarlas habría que diferenciar el tipo de cargo al que se accede, pues no es lo mismo hacerlo a uno de dirección política que otro de tipo técnico aun dentro de una organización política; y, a su vez, habría que diferenciar según que esas tareas se relacionen o no con la Administración de Justicia. Pero sea lo que sea ante lo que nos enfrentamos, es a una cuestión de apariencias y de la confianza que el juez debe generar ante los ciudadanos, puesto por mucho que se quiera discurrir sobre la noción de lo que es la política o se apele a la vocación de servicio público, siempre el ciudadano puede desconfiar de quien se suponía que actuaba con independencia, esto es, sin ligazón a fuerza política alguna, pero abandona ese papel para asumir un compromiso de partido.
Estas idas, que en lo personal y funcional son neutras, afectan a toda la organización judicial. Se quiera o no, se hace presente la idea de que se ha aprovechado la condición de juez para comprometerse o ser comprometido en una opción política. El ciudadano no asume esas conexiones o filtraciones entre lo político y lo judicial, quiere que sus conflictos los dirima en Derecho un juez independiente, sólo sujeto a la ley y no alguien que puede abandonar esa idea de independencia, y esto es así aunque sean excepcionales los asuntos en los que alguna fuerza política pueda tener interés o que pueden dar pie a que la ideología del juez o su proclividad a cierta fuerza política se manifieste.
¿Cómo puede atenuarse el impacto que en la opinión pública produce el hecho en sí de la ida?, regulando las consecuencias y que pueden ir desde las neutras –no pasa nada, siempre puede volver el juez y retomar intacta su Carrera–hasta las disuasorias: si da ese paso pierde la condición de juez o son tan onerosas que hacen de esa marcha un camino sin retorno. No voy a analizar el actual régimen estatutario judicial en este punto, a grandes trazos sólo diré que las consecuencias son paradójicas y esto nos lleva a la segunda de las situaciones: el juez que vuelve de la política y la del político que accede por vez primera a la Judicatura. V. EL JUEZ QUE VUELVER DE LA POLÍTICA Y EL POLÍTICO QUE ACCEDE A LA JUDICATURA
Son situaciones distintas, pero con un denominador común. Ya se ha dicho que en el fondo todo es cuestión de apariencias, pero aun así el ordenamiento jurídico prevé sus reservas. Para el juez que vuelve de la política la última reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial ha levantado alguna de las consecuencias impuestas en la reforma de 1997. Se mantiene tras la ida el pase a la situación de excedencia voluntaria, pero en el retorno se elimina el “periodo de seguridad” de la excedencia forzosa por tres años, lo que era paradójico, pues lo que se quería fuese disuasorio –y no deja de serlo– se podía convertirse en tres años sabáticos. A partir de ahora, producido el cese en el cargo político, se reingresa en la Carrera, si bien se habrá perdido antigüedad y destino.
¿Qué queda del periodo de alejamiento previsto en 1997? Sólo el régimen de abstención y recusación, pues ese juez podrá reingresar, pero deberá abstenerse o podrá ser recusado por tres causas que se resumen en la pérdida de imparcialidad si es que tiene que juzgar en asuntos que ha conocido desde el cargo político, con lo que puede albergar un prejuicio (art. 219.13.a, 14.a y 16.a). ¿Bastan estas prevenciones?, ¿es preciso endurecer las medidas disuasorias para dificultar ese salto o hacer de él un camino sin retorno? Cuando se introdujeron hubo un conato de debate en el que sus censores, desde la propia Judicatura, sostenían que no podía cercenarse el derecho del juez a participar en asuntos públicos. Latían concepciones opuestas del modelo de juez: de un lado el juez profesional del Derecho, independiente de compromiso con las fuerzas políticas y, de otro, el de juez partícipe en la contienda política, comprometido profesionalmente con tendencia o ideologías. Se volvió a reproducir el debate que suscitó la expresa prohibición constitucional de militar en partidos o sindicatos (art. 127.1).
Pese a esas prevenciones en nuestro ordenamiento hay una fórmula de ingreso en la Carrera Judicial caracterizada en la práctica por el acceso de ex políticos. La Ley Orgánica del Poder Judicial creó las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia con una doble competencia: fijan doctrina en materia de Derecho civil especial o foral y son el Tribunal de aforados autonómicos, pues conocen de la responsabilidad penal y civil de los miembros de sus Consejos de gobierno y de los diputados autonómicos. Pero parte de sus magistrados son propuestos por los propios grupos políticos de cada Asamblea autonómica, es decir, los partidos pueden elegir a sus jueces, son licenciados que se integran por este turno en la Carrera Judicial.
Desde 1985 han accedido a la Judicatura ex gobernadores civiles, ex diputados, ex parlamentarios autonómicos, ex presidentes de Asambleas... en definitiva, personas de confianza de los Partidos; se explica que en alguna ocasión en las negociaciones para formar cierto gobierno autonómico fuera pieza de trueque la plaza de magistrado de esa Sala (si me votas, te la cedo). Por muy depuradas que sean las causas de abstención y recusación, aun cuando por esta vía hayan ingresado algunos buenos juristas, la imagen que se traslada a la opinión pública es siempre negativa. VI. EL JUEZ QUE HACE POLÍTICA
Es la tercera manifestación y aquí sí que hablo de patología. Pero maticemos conceptos e ideas. De lo dicho hasta ahora se deduce que lo político y lo judicial, pese a ser ámbitos diferentes, no son per se antagónicos, lo que permite esperar del juez que en el ejercicio de la jurisdicción tenga “sentido político”. Me explico. En el Estado se gobierna y legisla desde opciones o concepciones ideológicas; éste sería el campo de lo consustancialmente político, lo que se traduce en una determinada ordenación jurídica. Al crear ese orden, la norma –como expresión primaria del mismo– es abstracta, de ahí que al surgir el conflicto le corresponda al juez su concreción para resolver en Derecho, lo que requiere una tarea interpretativa que no sólo parta de la lógica de la norma o del instituto jurídico que se aplica, sino que debe ser coherente con la lógica de la ordenación en que se inserta. Cobra así sentido el sistema de fuentes del Derecho, el principio de interpretación conforme a la Constitución o las reglas de interpretación, de valoración, etc.
Pues bien, desde este esquema el ordenamiento jurídico es el instrumento de acción del juez como poder, ordenamiento que traduce en términos jurídicos un determinado modelo de ordenación, de convivencia, de relaciones jurídicas o sociales (cómo se ordena el mercado, las relaciones familiares, las telecomunicaciones, la propiedad, la fiscalidad, etc.), luego en su labor interpretativa y resolutiva el juez no puede ni debe soslayar el sentido dado a cada instituto, debe ser coherente con lo libremente elegido para esa ordenación por quien está legitimado para hacerlo. Por tanto, la de juzgar no es una operación basada en lo jurídico como una categoría autónoma, sujeta tan sólo a una lógica pura, cerrada en sí, sino una operación en la que el juez, además debe ser consciente de que está también haciendo Estado, está construyendo la convivencia, está configurando el orden político, de ahí que deba esperarse del juez una vocación y compromiso de servicio político en el sentido expuesto, y de ahí que no sean admisibles interpretaciones que imposibiliten, dificulten o desordenen la convivencia o desnaturalicen la voluntad del legislador. El juez al resolver el litigio concreto no debe perder de vista el efecto que su decisión o su doctrina tengan en la ordenación de la convivencia o en la configuración de los institutos jurídicos.
En este sentido quizá sea el juez contencioso-administrativo es el más familiarizado para comprender las relaciones que hay entre lo jurídico y lo político, lo que se traduce en saber deslindar campos y saber juzgar en Derecho al Poder. Como decía VILLAR PALASI, “el Derecho Administrativo no es una creación pacífica de la razón, o un producto de usos y costumbres juridizados... sino el resultado de la incesante y eterna polémica del Poder en la Sociedad , como un subproducto – ingente pero derivativo – de la Política, a modo de epifenómeno de la misma. De ahí sus avatares pendulares, su difícil tecnificación jurídica, su esclavitud a la Política”.
Lo dicho admite matizaciones para no incurrir en lamentables desvaríos. Uno de los signos de identidad de los regímenes totalitarios, tanto nacionalsocialistas como comunistas, pasando por gamas intermedias, es que siendo regímenes de partido único y monolíticos en lo ideológico, imponen una sola fuente del Derecho y un único criterio interpretativo (la voluntad del guía, del líder, del “Jefe del Estado como Primer Magistrado de la Nación” o las ideas de verdad, Nación o pueblo); a su vez exigen del juez la militancia en ese orden político, de ahí que por identificarse con él, se confunda la independencia judicial con lo que no es otra cosa sino mimetismo con el régimen: nadie interfiere sus resoluciones, pues ha sido seleccionado y está para ser activista judicial de ese régimen.
Esto es sustancialmente distinto al compromiso de servicio político que se defiende ahora, pues no es un con un sistema político totalitario, sino con un Estado de Derecho que supone un sistema legitimado democráticamente en las fuentes de producción del Derecho, plural, basado en la dignidad de la persona, en derechos y libertades fundamentales, en sistemas de control del poder y separación de poderes; se trata de sociedades libres y abiertas en las que el juez no es agente ejecutor del poder gobernante, no es su coartada jurídica, sino que forma parte del sistema de control de ese poder y actúa las consecuencias lógicas del Estado de Derecho: sometimiento de todos al principio de legalidad.
¿Qué se censura, por tanto, cuando se habla del “juez que hace política”? En su versión más soez sería aquel que en los asuntos de relevancia política favorece, no esporádicamente, sino por sistema, a cierto partido u opción política. Estaríamos ante una modalidad de parcialidad cuando no de clara prevaricación. Pero el fenómeno es más profundo. Fundamentalmente habría que referirse al juez que lejos de ser intérprete respetuoso de una norma según los estándares expuestos y contrastables, se sirve de la jurisdicción para alumbrar, desde su voluntad (arbitrariedad) y desde su compromiso ideológico, un ordenamiento jurídico nuevo. Militante de cierta concepción política o social, intenta hacerla realidad a través de la jurisdicción, aunque para esto tenga que retorcer el ordenamiento.
Tal estilo de juzgar encierra una suerte de corporativismo entendido como la apropiación de lo jurisdiccional para satisfacer intereses de grupo ideológico o político. Tal patología es propia de jueces que militan en ideologías minoritarias que al no contar con la mayoría parlamentaria buscan realizarla en la aplicación e interpretación de las normas. Entendido de esta forma, el juez es un actor más en el escenario político, un juez que desde un compromiso político milita en él desde la jurisdicción, concepción ésta que tanto ha coadyuvado a que la crítica hacia las resoluciones judiciales se salde en una crítica no jurídica, sino puramente política.
Quienes defienden este tipo de juez critican la idea de juez independiente y profesional y ven él un modelo imposible: una suerte de ser “asexuado”, “inmaculado”; ven en la independencia y en el sometimiento al imperio de la ley un mito, un ejercicio de neutralidad imposible del mismo modo que critican la prohibición de militar en partidos o sindicatos como una “artificiosa prohibición”: creen que todos son de su condición. Justifican este modelo judicial en un pasado glorioso de lucha desde la jurisdicción por hacer valer los derechos y libertades en el seno de regímenes dictatoriales, pero ¿lo era, por ejemplo, la Italia de la Guerra Fría, del uso alternativo del Derecho, del eurocomunismo de GRAMSCI? Aun admitiendo esa justificación histórica tan autocomplaciente, ¿qué sentido tendría hoy día? Como pieza de museo, vale, como modelo actual causa rechazo.
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VII. ASOCIACIONES JUDICIALES Y JUECES EN LA POLÍTICA
Por último, y muy brevemente, no quiero dejar de referirme a las asociaciones judiciales. La prohibición constitucional de militancia del juez en partidos o sindicatos puede quedar en muy buena forma defraudada si el asociacionismo judicial se mimetiza con los partidos o si emplea técnicas sindicales, lo que defraudaría la previsión legal de que las asociaciones “no podrán llevar a cabo actividades políticas ni tener vinculaciones con partidos políticos o sindicatos” (art. 401.2° in fine de la Ley Orgánica del Poder Judicial). No obstante, hay que matizar, pues si hay concepciones políticas discrepantes sobre la Justicia o sobre el juez, es lógico que haya coincidencias más o menos intensas con los partidos que también se pronuncian sobre ellas. Por lo tanto si a diferencia de otras profesiones, en especial las colegiadas, “lo judicial” no tiene una relevancia estrictamente profesional, sino que forma parte de la política del Estado, es lógico que las asociaciones tengan un discurso propio y su función no sea sólo atender a sus asociados, sino procurar cierto modelo de Justicia.
Lo censurable aparece si la asociación bascula hacia una suerte de filial del partido o del gobierno con el que se coincide en su visión de la Justicia, o si sus militantes o directivos buscan el favor del partido o del gobierno en su carrera personal. Aquí está uno de los puntos flacos tanto del asociacionismo como del sistema de autogobierno judicial. Lo visto en estos días, en los que una asociación hace política en connivencia con un partido para romper el Pacto de Estado de reforma de la Justicia lleva a esta idea de asociación filial, lo que se agrava si estamos ante una asociación que asienta doctrina oficial propia en aspectos ajenos a la jurisdicción, lo que puede traducirse en doctrina oficial para sus afiliados que, no se olvide, son personas que ejercen la jurisdicción, no miembros de un casino o ateneo cultural.
Esta realidad y el hecho de que aun no se haya cerrado pacíficamente el modelo constitucional de Justicia motiva que la opinión pública identifique a las asociaciones con los partidos, lo que contamina a toda la Judicatura. Además, la historia política de estos años ha estado cargada de asuntos que han pasado por los Tribunales o iniciativas de reforma legal en las que la opinión pública ha buscado el parecer de las asociaciones judiciales, lanzándolas a primera fila de la disputa pública, un terreno sumamente peligroso y sólo asumible por las Asociaciones desde la prudencia, la autocontención o si desde el asociacionismo se comparece ante la opinión pública para hacer una suerte de pedagogía del Poder Judicial o de la independencia judicial. En cualquier caso hay que dejar bien claro que el asociacionismo judicial es una garantía más de la independencia judicial, a veces más eficaz que los mecanismos institucionales previstos para ello. Su papel es insustituible, al fin y al cabo poder político le interesaría más una judicatura invertebrada, sin voz colectiva.
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* El artículo recoge el texto íntegro de la intervención en la Mesa Redonda sobre “Jueces en Política”, organizada por el Consejo General del Poder Judicial y el Foro Complutense, dentro del 7.° Ciclo de Otoño de Comunicación, en enero de 2004.
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