Mientras se estaban
ejecutando tales cateos y aprehensiones, doña Josefa, la
esposa del Corregidor, segura del riesgo grandísimo que
la conspiración corría de frustrarse, y todos los
comprometidos, especialmente sus jefes, de ser aprehendidos, sino
se tomaban violentas y eficaces medidas, resolvió mandar
inmediatamente aviso a Allende de este acontecimiento. Situadas
las habitaciones en el piso superior del edificio, su alcoba quedaba
precisamente sobre la vivienda de Ignacio
Pérez, alcaide de la cárcel, y activo agente
de los conjurados, colocada en el entresuelo y a su vez sobre
la prisión. Como era cosa convenida entre los dos que en
cualquier caso imprevisto ella daría tres golpes con el
pie en el piso, para llamar al alcaide, en tan críticas
circunstancias los dio la esposa del Corregidor; salió
Pérez diligente a la calle y encontróse sin poder
entrar; pero como una puerta cerrada no podía detener el
enérgico carácter y la decisión de doña
Josefa, en medio de la oscuridad bajó ella las escaleras,
atravesó el gran patio, y a través de la chapa del
zaguán impuso al alcaide de cuanto acontecía y le
indicó buscase persona de confianza que sin pérdida
de tiempo fuese a San Miguel a llevar un aviso al denodado capitán.
Empeñoso Pérez, no quiso confiar a otro, encargo
tan delicado; se demoró un poco de momento, más
encontrando al cabo de algunas horas un caballo ensillado, a la
puerta de una peluquería, montó en él y emprendió
rápido el camino a San Miguel.
Transcurrida una semana entera,
Hidalgo, cuya actividad no desmayara tampoco, tuvo noticias, aunque
vagas, sin duda procedentes de Guanajuato, de que había
orden de aprehensión en contra de su compañero,
y mandó llamarlo con urgencia. Esto acontecía el
14 de septiembre. Allende partió después de la hora
de comer acompañado de su asistente Francisco Carrillo,
y llegó a Dolores a las seis de la tarde. No encontrando
al Cura en su casa, fue a buscarlo a la de su compañero
de armas, el español don José Antonio Larrinúa,
en donde según le dijeron lo encontraría de visita.
Encontrando Allende a Hidalgo le manifestó de lo que había
en su contra, entraron en pláticas él y su compañero;
más como la vaguedad de la noticia no permitía tomar
una decisión, propusieron esperar al día siguiente
las nuevas que pudieran llegarles, quedando como de costumbre
alojado el Capitán en casa del Cura.
Nada resolvieron
tampoco en todo el día siguiente, 15 de septiembre, pues
estuvieron recibiendo las mismas vagas noticias, y esto les hizo
estar un tanto intranquilos, debido a su completa ignorancia de
cuanto sucedía en Querétaro. Ningún incidente
ocurrió en efecto; mas la noche vino a producirles alguna
inquietud, por lo que Hidalgo se encaminó a la casa del
subdelegado don Nicolás Fernández del Rincón,
en tanto Allende, que había tenido la precaución
de permanecer oculto, se dedicó a descansar.
No obstante las condiciones
no eran del todo alentadoras, y los capitanes, ante la perspectiva
del fracaso de un levantamiento, visto sólo desde el punto
de vista militar, no hablaban sino de escapar, de ponerse a salvo
todos; pero entonces sucedió algo singular, algo inesperado.
El Cura, en vez de vacilar, en vez de amedrentarse, dando por
concluidas las consideraciones que se hacían, se irguió
resuelto, con toda la grandeza de su espíritu fuerte, de
su alma valerosa, y a tiempo que se calzaba las medias exclamó.
-¡Caballeros,
somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a
coger gachupines!
Aldama, dijo.-
-¡ Señor,
qué va a hacer vuestramerced, por amor de Dios! ¡Vea
vuestramerced lo que hace!.
En ese instante entró
el cochero diciendo que don José Ramón Herrera,
persona a quien se le había mandado buscar, decía
no serle posible venir “porque estaba medio malo”.
El Cura dispone terminantemente que dos de aquellos hombres armados
vayan a traerlo “por bien o mal”; salen éstos
y no tardan en volver con Herrera.
Reunidos frente a
la casa, el Cura los arenga desde la ventana de su estudio, saltando
luego a la calle, y, como primer acto, en masa, se dirigen a la
cárcel, donde el mismo Hidalgo, pistola en mano, obliga
al Alcaide a que la abra y eche fuera a los presos.
Libres los presos,
se arman de palos y piedras, y sumados a los treinta primeros
insurgentes, van al cuartel y por sorpresa se apoderan de las
espadas de una compañía, allí depositadas,
con las que quedan todos armados.
La insurrección
iniciada el 16 de septiembre de 1810, en Dolores Hidalgo, sorprendió
a las autoridades virreinales, que si bien tenían noticias
del estado de inquietud en que vivía el reino a partir
de 1808, no se imaginaron que pudiera estallar como ocurrió
ni tener el apoyo unánime del pueblo. Para contener ese
movimiento cuyos alcances no se calcularon suficientemente, el
mismo virrey Venegas, recién llegado a México, pensó
que bastaba ofrecer gruesa suma por la cabeza de los dirigentes
para contenerla, como si se tratara de la aprehensión de
comunes delincuentes y no de caudillos que arrastraban consigo
a las multitudes.
Hidalgo había
mandado llamar a misa, pues aquel día era domingo. En 1810,
no tenía la parroquia de Dolores más que solamente
tres campanas y un esquilón, este último era la
campana mayor y fue con la que se llamó a misa. Electrizado
el Pueblo con el discurso de Hidalgo su entusiasmo no tuvo limites,
echaron a vuelo las campanas; los vivas a América y los
mueras a los gachupines se repartían por todas partes.
Organizada la columna del improvisado ejército, se dio
orden de marcha, que se puso en movimiento rumbo a San Miguel,
atravesando el Río y siguió el camino de la Hacienda
de la Erre, donde hicieron alto, lo que Hidalgo aprovechó
para dictar diversas órdenes, nombrar ayudantes y acabar
de organizar sus fuerzas. Allí se le reunió mucha
gente de los pueblos, haciendas y rancherías, que al tener
noticias de aquel movimiento abandonaban sus familias y sus intereses
para tomar partido en aquella gloriosa jornada. Levantado nuevamente
el ejército se dio indicaciones de continuar a San Miguel.
Al pasar por el Santuario de Atotonilco encontraron en la casa
del capellán, Presbítero Don Remigio González,
un lienzo que tenía una imagen de la Virgen de Guadalupe,
el que mandó Hidalgo que se pusiera en una garrocha para
que sirviera de lábaro a su ejército y con la vista
de aquel estandarte fue tal regocijo que no cesaban de gritar
¡Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe! ¡Viva
América! ¡Mueran los Gachupines!.
Al obscurecer entraron
en San Miguel. En los días que permanecieron aquí,
fueron recogidos los caudales públicos y aprehendió
un cargamento de pólvora que iba de paso destinado a Guanajuato.
El día 19
emprendió Hidalgo su marcha para Celaya, tomaron camino
por San Juan de la Vega y fueron a pernoctar en la Hacienda de
Santa Rita; al pasar por Chamacuaro mandó Hidalgo aprehender
al Cura, que era español, y el día 20 se presentó
frente a Celaya donde mandó acampar y endilgó al
Ayuntamiento de aquella ciudad la siguiente intimación:
“Nos hemos acercado a esta ciudad con el objeto de asegurar
las personas de todos los españoles; si se entregan a discreción
serán tratadas sus personas con humanidad, pero si por
el contrario, se hiciere resistencia por su parte y se mandare
dar fuego contra nosotros se trataran con todo el rigor que corresponde
a su resistencia; - En el mismo momento que se mande dar fuego
contra nuestra gente serán degollados 65 europeos que traemos
a nuestra disposición, - Hidalgo.- Allende.-
Señores del Ayuntamiento de Celaya.”
No teniendo fuerzas
suficientes para hacer resistencia y viendo que no podían
contar con el pueblo, porque se inclinaba a reunirse con los insurgentes,
resolvió el Ayuntamiento, de acuerdo con el subdelegado
Duro, evacuar la plaza e irse a refugiar a la de Querétaro,
que estaba mejor guarnecida. El Ayuntamiento contestó a
Hidalgo que estaba la plaza a su disposición y éste
hizo su entrada triunfal el día 21 de septiembre. Ese mismo
día nombró Hidalgo subdelegado a Don Carlos
Camargo e integró el Ayuntamiento, nombrando criollos
para sustituir los regidores europeos que se habían marchado
a Querétaro. Reunió después una junta con
los jefes oficiales de su ejército con el fin de que se
nombrasen los jefes y oficiales por sí mismo, aunque algunos
de ellos los nombró con acuerdo de Allende.
Aumentando considerablemente
en Celaya el ejército, emprendió su marcha para
Guanajuato el día 23.
En Salamanca y en
Irapuato se hizo el nombramiento de autoridades, y se mandaron
construir lanzas y otras armas para la gente. El mismo día
llegó a la hacienda de Burras, y allí mandó
acampar para enviar su intimación al intendente de Guanajuato
don Juan Antonio Riaño, que fue entregada por conducto
de Abasolo
y don Carlos Camargo y estaba concebida en estos términos:
“El numeroso ejército que comando, me eligió
por capitán general y protector de la Nación en
los campos de Celaya. La misma ciudad a presencia de cincuenta
mil hombres, ratificó esta elección, que han hecho
todos los lugares por donde he pasado, lo que dará a conocer
a V.S. que estoy legítimamente autorizado por mi nación
por los proyectos benéficos que me han parecido necesarios
a su favor”.
El intendente Riaño
había recibido la noticia del pronunciamiento de Hidalgo,
desde el día 18, por el aviso que le mandó desde
la Hacienda de San Juan de los Llanos, inmediata a San Felipe,
y creyendo que Hidalgo se dirigiría desde luego hacía
Guanajuato, bajó inmediatamente al cuerpo de guardia, reunió
a los soldados y mandó tocar generala produciendo en el
vecindario la alarma y la consternación consiguientes:
se cerraron las casas de comercio, y acudieron a la intendencia
los vecinos principales, el batallón de infantería
provisional, los mineros, los comerciantes y la plebe, todos armados
con lo que pudieron, aunque todos ignoraban el motivo de aquella
novedad; pero cuando estaban reunidos les informó el intendente
que Hidalgo se había levantado en armas en Dolores y marchaba
sobre aquella ciudad, y dispuso que la gente decente que tuviera
armas se presentarán al cuartel del Batallón Provincial
y que la plebe volviera a sus ocupaciones; pero que al toque de
genérala acudiera a la defensa de la población.
En la tarde de aquel
día convocó el intendente a una junta a la que acudieron
los prelados de las órdenes religiosas, el Ayuntamiento
y los vecinos principales, y después de haber dado lectura
a las partes que había recibido, y por los que creía
ser atacado, agregó que dentro de pocas horas su cabeza
rodaría por la ciudad.
En la noche del
24 de septiembre y sin haber comunicado a nadie su resolución,
hizo conducir a la Alhóndiga
de Granaditas, todos los Archivos y caudales públicos
que ascendían a más de seiscientos veinte mil pesos
en moneda acuñada y barras de plata y oro; dispuso se acuartelaran
dentro de aquel edificio toda la tropa y los vecinos armados,
y mandó quitar las trincheras de las calles y cegar las
fosas. Se llevaron también tanto españoles como
criollos su dinero, barras de plata y alhajas a depositarlos en
la Alhóndiga, donde los creían más seguros
y con todos estos caudales y los del Rey se encerraron en aquel
edificio. Se mandaron fortificar las calles que conducían
a él y se dispuso todo cuanto pareció necesario
para la defensa.
A la una de la tarde
comenzó a entrar el ejército por la Calzada compuesto
en su mayor parte de indios armados de hondas, flechas y unas
cuantas armas de fuego. Los europeos que estaban en la Hacienda
de Placita de Dolores, la que tenía una puerta de comunicación
con la Alhóndiga, fueron los primeros en disparar contra
los indios. Luego de dar muerte al intendente quien cuidaba la
puerta de la Alhóndiga, Hidalgo llegó a ésta
y comprendió que sin incendiarla sería impotente
todo esfuerzo que se hiciera para tomar el castillo, se dirigió
a un barretero que capitaneaba un grupo de plebe, diciéndole
¡”Pipila,
la patria necesita de tu valor: ¿Te atreverás a
prender fuego a la puerta de la Alhóndiga?, enseguida éste
tomó al intento una losa ancha de cuartón de las
muchas que hay en Guanajuato, púsosela sobre su cabeza
afianzándola con la mano izquierda, para que le cubriese
el cuerpo, tomó con la derecha un ocote encendido y casi
a gatas marcha hasta la puerta de la Alhóndiga, burlándose
de las balas enemigas. Al ver arder la puerta, Berzábal
reunió a los soldados de su cuerpo y mandó hacer
una descarga sobre la multitud y, aunque murieron muchos de asaltantes,
éstos penetraron en tumulto al edificio pasando sobre los
muertos y arrollando cuanto encontraban al paso: Berzábal
se retiró sobre un ángulo del patio y siguió
haciendo resistencia hasta que muerto él y sus oficiales,
terminó el combate y los insurgentes quedaron dueños
del fuerte y se entregaron a la matanza aniquilando a la mayor
parte de los que allí se encontraban y los pocos que quedaron
con vida los llevaron amarrados a la cárcel que estaba
vacía por haber puesto en libertad a los presos que en
ella había.
Hidalgo estableció
en Guanajuato una casa de moneda para acuñar la plata en
pasta, lo que puso en la Hacienda de San Pedro. Estableció
también una fundición de cañones.
El día 8
de octubre salió para Valladolid pasando por Irapuato,
Salamanca, Valle de Santiago, Salvatierra, Acámbaro, Zinápecuaro,
Indaparapeo y Charo, hasta la Garita del Zapote y entró
en Valladolid sin ninguna resistencia. En Valladolid se le unieron
las 8 compañías que se habían levantado,
el regimiento provincial de infantería, compuesto de dos
batallones y el regimiento de Dragones de Pátzcuaro.
Nombró intendente a Don José
María Anzorena; México tenía corta guarnición
e Hidalgo contaba en la capital con numerosos partidarios, circunstancias
que quiso aprovechar, cayendo sobre la capital del virreinato
antes de que pudiera ser auxiliada por Calleja
y Flon,
y con tal intento dio orden de marcha y salió al frente
de un numeroso ejército rumbo a México el día
19 de octubre. |