Para el Cura Hidalgo y sus amigos; para cuantos
frecuentaban su casa y aun para el pueblo de Dolores entero, los
acontecimientos desarrollados en España y en la ciudad
de México tuvieron que producirles una fuerte conmoción.
En Campeche, Veracruz, Querétaro, Durango, por ejemplo,
se llegaron a manifestar claramente ideas subversivas y provocar
violentos accidentes.
Hidalgo había
seguido uno a uno tales sucesos con interés que iba en
aumento, enterándose de ellos principalmente por las gacetas
e induciéndolo a hondas cavilaciones. Los anhelos de libertad
que abrigara de tiempo atrás, cuando se le atribuía
desear “la libertad francesa en América”, desde
sus actividades en San Felipe, surgían ahora nítidos,
potentes, en su conciencia, al calor de sus avanzadas ideas y
de la visión justa que de las condiciones de su país
tenía, sobre todo al tropezar en la Gaceta de México
con una expresión alusiva a que América seguiría
la suerte de España de caer en poder de una potencia extranjera,
especialmente de los franceses, lo que lo hizo persuadirse de
que la independencia de la Nueva España era no solo ventajosa
sino urgente.
A continuación
de los graves sucesos, aún palpitantes, a que hemos asistido
en los primeros días de diciembre de 1808, hace estrecha
amistad con el teniente Ignacio Allende, cuando éste volvía
a la cercana villa de San Miguel el Grande, procedente de San
Juan de los Llanos, a donde acababa de pasar el Regimiento de
Dragones de la Reina después de la disolución del
acontecimiento de trapas en Jalapa y Perote, y al entrevistarse
con él en la rápida visita que hace a Dolores, descubriendo
que viene asimismo animado de pensamientos subversivos.
Impresionados Hidalgo
y Allende con la situación de España, que en lugar
de mejorar amenazaba empeorarse más todavía, consideraban
que era el momento de hacer la independencia de la Nueva España,
sobre todo porque no volvería a presentarse ocasión
oportuna para realizarla. Esta era la razón escueta de
su móvil. El pretexto sería el peligro de que en
efecto estaba bajo el poder de los franceses, quienes supuestamente
la emanciparían temporalmente, para reintegrarla después
a la Madre Patria en cuanto cesara la
invasión napoleónica
y Fernando
Séptimo fuera restituido del trono.
Ambos convinieron,
pues. Pasa de la propaganda hecha de palabra, a la designación
de confidentes que se encargaran de apalabrar gente que estuviera
pronta a usar de la fuerza en un instante preciso, operación
a la que enseguida darían comienzo, cada cual por su lado;
así como a proveerse de armas y hacer mayor acopio de dinero.
Allende empezó
por declararse insurgente él mismo y declarar, en San Miguel,
al capitán don Juan de Aldama y a don Joaquín Ocón.
Marcharon Hidalgo
y Allende a Querétaro. En la ciudad, uno y otro se dedicaban
a hacer visitas, por separado, a amigos que les eran comunes,
y a los personales de cada uno.
El Corregidor licenciado don Miguel
Domínguez y su esposa doña Josefa
Ortiz de Domínguez, clérigos, letrados y simples
particulares, van juntos a visitar de manera muy especial al doctor
Manuel Iturriaga.
Es este sacerdote
uno de los comprendidos en la conspiración de Valladolid,
quien pudo sustraerse a la vigilancia del Gobierno, logrando se
ignorase su complicidad. Hombre de ímpetus, de acción,
tanto por la familia a la que pertenecía, y los créditos
de ilustrado de que gozaba, como por haber sido capitular del
Cabildo Eclesiástico de Valladolid, cargo considerado muy
importante. Se hallaba bien relacionado y en condiciones para
emprender algo serio a favor de la independencia. Puesto de acuerdo
con Hidalgo y Allende, formuló un plan revolucionario compuesto
de dos partes: la primera, conteniendo los medios de realizar
el movimiento y, la segunda, lo que debería de hacerse
después de verificado.
”Por la primera
-reza el plan- se debían crear en las principales poblaciones
otras tantas juntas, que bajo el más riguroso secreto sobre
el fin que se proponían, propagasen el disgusto con el
Gobierno de España y los españoles, inculcando sobre
todo los agravios recibidos en los últimos años,
la ninguna esperanza que había de que la metrópoli
triunfase del poder colosal de Bonaparte, y el riesgo que en consecuencia
corría la Nueva España de quedar sometida a éste,
con perjuicio de la pureza de su religión. Estas juntas
debían declararse también con aquellas personas
de que tuvieran una absoluta confianza y que, por otra parte,
en razón de su posición social pudiesen influir
con ventaja en el buen éxito de la empresa. Los españoles
en lo general debían ser vistos con desconfianza; por lo
mismo se encargaba que sin mucha seguridad no se contase con ellos,
debiendo en todo caso ocultárseles la conjura y valerse
de ellos solamente como agentes secundarios. Estas juntas, luego
que se alzase el perdón de la independencia, en el punto
que se tuviese por oportuno, debían hacer lo mismo, cada
una de ellas en sus respectivas poblaciones, deponiendo en el
acto las autoridades que opusieren resistencia y apoderándose
de los españoles ricos de quienes se temiese fundamentalmente
lo mismo, aplicando sus bienes a los gastos de la empresa. Obteniendo
el triunfo, los españoles todos debían ser expulsados
del país y privados de sus caudales que se destinaban a
las cajas públicas; el Gobierno debía encargarse
a una junta compuesta de los representantes de las provincias,
que lo desempeñarían a nombre de Fernando VII; y
las relaciones de sumisión y obediencia a la España,
debían quedar enteramente disueltas, manteniéndose
en el grado que se tuviese por oportuno e indicasen las circunstancias
de fraternidad y armonía”.
Hidalgo adoptó
el plan sin discusión ni mayor examen, debido seguramente
a que le parecía bien para la primera parte de la empresa.
Allende, que no creyó de su incumbencia la parte dispositiva,
quiso encargarse solamente de la ejecución. De carácter
opuesto al del Cura Hidalgo, no tenía ni sus dotes intelectuales,
ni su reputación, ni sus relaciones; en cambio poseía
resolución, actividad, resistencia física, tenacidad
y valor temerario, para llevar adelante el propósito más
arraigado.
Hecho esto, Hidalgo
siguió para el Sur, con dirección a Xaripeo y esta
vez no sólo estuvo en sus haciendas: por aquellos rumbos
hizo labor a favor del plan, especialmente entre sus colegas,
las personas de carácter eclesiástico, y a su regreso
a Dolores empezó a intensificarla allí y en varios
puntos comarcanos, de palabra y por medio de epístolas.
Solamente en el servicio de la parroquia, de las otras iglesias
y de veinte capillas existentes en todo el curato, tenía
a sus órdenes, entonces, catorce clérigos. Eran
éstos los bachilleres presbíteros José Manuel
López, vicario teniente de cura, y Francisco de Bustamante,
sacristán mayor (comisario secreto de la inquisición
y espía del párroco); los presbíteros auxiliares,
José Ramón López Cruz (hermano del vicario),
Juan de Orozco, Miguel Sánchez, José María
Ferrer, y Joaquín Balleza; los padres Hermenegildo Montes
e Ignacio Ramírez, encargados de la instrucción
de los indios otomíes; el padre José María
González, mayordomo de la obra de reparación que
se estaba haciendo en la iglesia del Tercer Orden; el padre José
García Ramos, capellán de la iglesia de Trancas;
el padre José Ignacio Delgado, confesor; el padre Pedro
Ramírez, capellán de la hacienda de la Venta, y
el padre Mariano Balleza (hermano menor del padre Joaquín),
capellán de la hacienda de la Erre.
Allende, por su
parte, empezó por designar confidentes en Querétaro,
a los señores Epigmenio
González, Ignacio Carreño, Mariano Lozada, Ignacio
Martínez, Francisco Loxero, Ignacio Pérez y otro
señor apellidado Santoyo. Quienes inmediatamente se pusieron
a trabajar en busca de partidarios.
Dadas estas situaciones
a principios de junio, hubo menos agitaciones de las que tuviera
mayo. Prolongada la estancia de la Virgen de los Remedios en la
ciudad de México se dispuso un largo programa de festejos,
manifestaciones religiosas que sirvieron de pretexto a los partidarios
del dominio español, para dar rienda suelta a sus sentimientos
patrióticos, haciendo el culto público tanto más
aparatoso, cuanto más ruidosamente querían expresar
sus ideas políticas, para lo que les servía de enseña
la Virgen que recordaba la conquista.
A la sazón
Allende había terminado en este mes su recorrido de propaganda
hechos a diversos puntos, unas veces solo, otras en compañía
del capitán Juan de Aldama, animado siempre por los rumores
o noticias que recibía sobre la situación. En abril
le había escrito de Veracruz don Marcos Mejorada, persona
a quien conociera en el muelle de aquel puerto, diciéndole
que los informes corrientes allá, eran tan graves, que
de ser ciertos “sería infeliz la suerte de España.”
Él a su vez, contestando de San Miguel, con fecha 25 de
mayo, una carta a un amigo de Querétaro, don José
Miguel Yañez, le decía entre varios temas de negocios
y familiares:
“No ha sido
corto el apetito que usted me da con el anuncio de la vindicación
de Iturrigaray;
mas esta materia trataremos a nuestra vista, ya que no lo quiere
usted fiar al papel.
A beneficio de la
naturaleza me repuse perfectamente, y creo que los pujos me vinieron
grandemente, pues esa purga me tiene tan limpio y fuerte, que
me siento capaz de tomar el sable, poner la patria en libertad,
sacudir el yugo... Y conservar esta preciosa América a
sus legítimos dueños y señores... ¡Ojalá
y tuviera quinientos hombres del entusiasmo y brío del
amigo Don Miguel!; pero si mi desgracia no me los franquea, ¡seré
yo solo, ya que mis paisanos hacen el sordo!”
Empezó el
Cura por mostrar a su amigo el Capitán una carta reservada
que del intendente Riaño, de Guanajuato, acabada de recibir,
en la que le recomendaba hiciese diligencias en San Miguel, en
el sentido de ver si lograba hacer figurar en una lista de personas
que se iban a proponer para la elección representante de
la provincia a las Cortes Españolas, alguna que fuese de
su misma manera de pensar.
Sorprendido Allende
de los términos de la misiva, Hidalgo le explicó
que tanto el intendente como el señor Obispo electo de
Valladolid, Abad y Queipo, se inclinaban mucho “al Gobierno
Francés”, según pudo colegirlo de las últimas
pláticas tenidas con ellos, aunque sin aclararle si su
inclinación tendía a que el país se entregase
francamente a los franceses, o simplemente a arreglarlo conforme
a sus revolucionarias ideas, a lo que el Capitán replicó
que lo alegraría verlo nombrado a él para ir a España,
porque entonces podrían descubrir bien la manera de pensar
de aquellos dos personajes.
Allende fue a ver
al regidor don Ignacio de Aldama y le trató el asunto,
mostrándole la carta de Riaño, por lo que Aldama
demostró interés; igual caso hizo con el regidor
don Juan de Humarán, pero no obtuvo ningún resultado
porque ya el Ayuntamiento se había fijado en otros sujetos.
Consistió
la resolución en hacer juntas conspiradoras en los lugares
más apropiados por su conveniencia o su estrategia, de
acuerdo con el plan aprobado por el doctor Iturriaga, a fin de
ponerlo en práctica cuanto antes. En el concepto, no bien
se hubo marchado Hidalgo, sin pérdida de tiempo Allende
se ocupó de formar una junta en San Miguel, agrupando a
algunos amigos y compañeros de armas con los que ya había
cambiado pareceres.
Escogió como
punto de reunión la casa de su hermano don José
Domingo de Allende, y para no despertar sospechas se discurrió
que cada noche de reunión se hiciera un baile en el piso
alto, lo cual no ofrecería nada de particular porque la
familia de don Domingo y sus amistades eran gente de buen humor;
se convino además, en que todos los concurrentes entrarían
por la misma puerta de la calle, dirigiéndose las simples
visitas a la sala, y los conspiradores a una habitación
del entresuelo, de donde irían y vendrían, entre
una y otra reunión, según se los aconsejara la prudencia.
Después de
algunos días de animadas discusiones, se convino en que
los miembros de la misma junta mandarían emisarios para
todas las principales poblaciones del Virreinato, encargados de
aumentar el número de confidentes que reuniéndose
también en juntas secretas, convinieran los medios de inculcar
en sus vecinos la idea de independencia, y una vez contando con
un considerable número de adeptos, lo comunicasen al Capitán
Allende.
Por principio de
cuentas y a fin de poner en práctica este acuerdo, los
dos Capitanes salieron para Querétaro, en donde siendo
urgente crear otro centro coordinador y propagador de las actividades
revolucionarias, Allende entrevista al licenciado José
Lorenzo Parra, al presbítero José María Sánchez,
al corregidor licenciado don Ignacio Domíngez, amigos de
alta presentación social, decididos simpatizadores de la
independencia, y después de largas pláticas con
cada uno de ellos, y de acuerdo todos, resolvieron establecer,
con una apariencia de academia literaria, una junta que se reuniría
instintivamente en la casa del licenciado Parra para celebrar
cesiones secretas.
Se tenía
fijado el día 26 de septiembre, para iniciar el movimiento
en Querétaro y San Miguel; pero pareciendo a Hidalgo y
a sus compañeros corto el plazo para estar prevenidos de
mayor armamento, acuerdan diferir el acto para el 2 de octubre.
El día 7
de septiembre salieron Allende y Aldama, a los ojos de todo mundo,
dirigiéndose al rastro, a orillas de la población,
con el pretexto de colear unos toros, cosa que efectivamente hicieron,
y entrada la noche, continuaron en San Miguel.
Los conjurados se
quedaron haciendo preparativos para la primera señal del
levantamiento, tomando acuerdos y medidas de precaución.
De pronto convinieron en que cada comprometido tuviera una bomba
en su casa y la hiciera estallar cuando se tratará de aprehender
a alguno, dando de esta manera aviso a sus compañeros.
No obstante, las
denuncias se multiplicaban, y la conjura quedaba en descubierto.
El día 10,
uno de los mismo conjurados, el Capitán Joaquín
Arias, que era el encargado de dar el grito de independencia en
Querétaro y que tiempo antes había tratado de promover
una reacción a favor del virrey Iturrigaray, sospechoso
de que el plan estaba descubierto y tratando de ponerse a salvo,
se denuncia así mismo y denuncia a sus compañeros,
ante el sargento mayor de su regimiento y ante el alcalde ordinario.
El mismo día
11 partieron de Querétaro, para México, dos denuncias
más del movimiento revolucionario que se preparaba.
Pero la denuncia
que realmente vino a acelerar los acontecimientos fue la del cura
Gil de León. Presentose de improviso, al obscurecer, en
casa del Corregidor, de quien era amigo, y le puntualizó
que la Conspiración iba a estallar aquella noche; que se
trataba de degollar a todos los españoles residentes en
la ciudad, que en casa de don Epigmenio González y de un
tal Sámano, había depósitos de armas, y que
de todo esto tenía noticia el comandante de brigada de
don Ignacio García Rebollo. Puesto el corregidor en la
disyuntiva de proceder contra sus cómplices, o de ser preso
en compañía de ellos por la autoridad militar, resolvió,
después de mucho pensarlo, aprehender a los conjurados,
lo que puso en conocimiento de su esposa, y recelando de alguna
imprudencia del carácter fogoso de doña Josefa,
al salir de su casa, que era el mismo edificio de las Casas Reales,
cerró el zaguán, llevándose las llaves y
partió en su coche en busca del escribano.
No creyó el
corregidor encontrarse de pronto en tan grave conflicto, teniendo
que obrar conforme al imperioso deber impuesto por su cargo, sin
haber podido dar aviso a los conspiradores, y corriendo el riesgo
de que ellos lo denunciaran. Al dirigirse a la casa de González,
pensó en salvar por algún medio a sus amigos y correligionarios,
y consideró que lo mejor sería tocar a la puerta
con todo aparato, con lo que tendrían tiempo de evadirse
los que estuvieran dentro; pero el astuto escribano impidió
esta maniobra, haciendo que antes de tocar subiesen las tropas
a las azoteas.
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